viernes, 8 de julio de 2011

LUR CONTERTULIO Y AMIGO, ALGO IDEALISTA

mi amigo, Lur Sotuela, www.editorialeneida.com  me presta uno de sus cuentos para mi blog.



EL DEICIDA
El pequeño dios se instaló un martes al atardecer en la casita de invitados. Barbudo, rechoncho y desproporcionado se sintió satisfecho tras la invasión y colonización de mi coqueta vivienda para las visitas, y descubrió, con alborozo, su presencia realizando varios milagros, sonoros y asombrosos, llamativos y desconsiderados por su parte, ya que descalabró la tranquilidad de mi plácida vida. Vestía una sucia túnica de lino e iba descalzo, convirtiendo su beatífica presencia en la auténtica personificación de un dios occidental, si no fuera por la particularidad de su reducido tamaño.
Nuestra primera conversación transcurrió en medio de una onírica atmósfera debido a la sorpresa por su aparición, su grave voz de trueno y al hecho milagroso de su espectacular levitación. Me despidió con una colérica mirada y una breve frase de intención bíblica.
Impresionado por sus palabras, al caminar en soledad de vuelta a mi hogar, separado del pabellón de visitas por un primoroso jardín, pensé que mi misantropía, exacerbada con el paso de los años, había preparado mi conciencia, mi intelecto, y madurado mi ser para hablar con dios, o, lo que es lo mismo, para dialogar con nadie. Mi incredulidad y una buena educación me dotaron de un ateísmo convencido que me había alejado a lo largo de mi vida de la inercia cobarde de la fe. Consideraba las creencias en dios como un vago vestigio de las sociedades ancestrales, y opinaba que esa certeza absurda en lo improbable acabaría pronto por extinguirse.
A mis sesenta años, en ese momento en el que la existencia se torna tranquila y el hombre siente el placer de disfrutar del paso de los días, la realidad, desdibujada en una danza de imposibilidades, se empeñaba en llevarme la contraria. El minúsculo dios era físicamente real y se había aposentado dentro de las fronteras de mi casa y de mi vida.
Puede que a alguien le resulte halagador que una canija deidad irrumpa en su realidad, pero a mí, aquella intromisión, divina o no, me resultaba un verdadero engorro. Pronto descubrí el insoportable temperamento de mi extraño visitante. Mandón, vago y caprichoso, no me dejaba tranquilo ni un minuto. A cualquier hora del día o de la noche solicitaba mis servicios para las más ridículas necesidades. Tenía la incorregible manía, a pesar de mis continuos ruegos, de mesarse continuamente sus largas y greñudas barbas blancas dejando toda la casa llena de pelos, como si allí viviera una jauría de gatos en celo.
Sus complejos a causa de su pequeña estatura los suplía con una prolongada y continua levitación por toda la casa, consiguiendo con su vuelo chocar violentamente con su dura e inmensa cabeza con todas mis lámparas, con su consiguiente deterioro. Su presencia era omnipotente e insufrible. En mitad de la noche me despertaba cuando tenía ganas de hablar, sin pensar un segundo en mi descanso, y me echaba largos sermones moralizantes tratando de ejemplificar y calibrar, con su limitado verbo, lo que es el complejo concepto del bien y del mal.
Mi formación y el sincero respeto que a lo largo de mi vida he mostrado por mis semejantes me obligaban a tratar a mi divino invasor con cordialidad y educación, pero había ciertas manías que me resultaban irritantes. Podríamos llamarlas neurosis. Atávicas expresiones de un subconsciente problemático. El dichoso dios no permitía que llevara a cabo ciertas rutinas de mi vida cotidiana, pequeños detalles, porque afirmaba que eran una ofensa contra su identidad y divinidad. Tratando de impresionarme, ordenaba que el cielo se abriera como unas grandes fauces, en señal de advertencia para mostrarme lo que me deparaba el futuro si no aceptaba sus caprichosos designios.
Otro de sus fastidiosos delirios consistía en obligarme a adorarle. Debía realizar ridículos y absurdos ritos, entonar imbéciles cánticos, celebrar ceremonias y rezos en su diminuto honor hasta que su ego se sintiera satisfecho.
Esta mañana, tras un opíparo desayuno que ha acabado con mi reserva de galletas de chocolate, me ha comunicado que iba a prolongar la visita una temporada más –un par de años, supongo, ha dicho sonriente–. El terror me ha sacudido como una corriente eléctrica. No lo aguantaba más. No podía dejar que sucediese. La pequeña deidad se había negado a atender mis insinuaciones, mis educadas señales de que no era bienvenido. Su acendrado egoísmo, su mala educación, sus absurdas manías, y, sobre todo, su forzada presencia en la casa de invitados, me eran insoportables. Desesperado, ahogado en una angustia vital que rodeaba toda la realidad, he recordado que a lo largo de la historia el hombre se ha quitado de encima la molesta presencia de algún dios, y he llegado a la conclusión de que la única salida lógica de aquel embrollo era eliminarlo, acabar con él de una vez por todas.
Como no soporto la sangre, he reflexionado acerca del asesinato, y aunque el método del envenenamiento me resultaba atractivo, la asfixia me ha parecido el mejor remedio para acabar con mi problema.
Dirigiéndome cauteloso hasta la invadida casita de invitados, he entrado con sigilo en el refugio de la cargante deidad. He fingido ser una sombra caminando por el silencio, sorteando los objetos y reliquias que el muy desordenado había desperdigado por la habitación, evitando con cuidado cualquier sonido que alertara a mi víctima de mis intenciones. Él estaba en el baño organizando un pequeño diluvio para ducharse. He dudado un instante ante el hecho del asesinato, pero miles de razones para librarme de su presencia han ardido en mi cerebro como un relámpago en la noche, y he mordido con fuerza mi determinación para alcanzar la meta.
Lo he pillado por sorpresa. He tensado la cuerda alrededor de su grasiento cuello y ha pataleado aterrorizado por la conmoción y el susto. Incapaz de defenderse apropiadamente debido a sus minúsculas proporciones, lentamente ha dejado de luchar, mirándome como un cervatillo en busca de piedad. Sonriendo, he sido inflexible y he seguido apretando. Después, ha emitido un ruido muy extraño y, de repente, ha expirado. He enterrado su diminuto cuerpo a los pies de una vieja higuera y he arrojado al hoyo las molestas herramientas de sus liturgias y sus polvorientas reliquias. Espero, aunque lo dudo, que este abril, el hermoso árbol vuelva a florecer.
Pensarán ustedes que soy un peligroso y malvado deicida, pero, queridos amigos, aunque sea cierto, no me importa lo que se opine de mí.
Yo sólo siento, en estos momentos de grácil libertad, la satisfacción de saberme solo y abandonado en el mundo por cualquier fuerza y conciencia que no sea la humana. Y eso es realmente reconfortante. 

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